No existe religión escandinava antigua en el sentido abstracto, conceptual, que estamos acostumbrados a dar a esta palabra. Religión se dice «sidr» que significa literalmente, práctica o costumbre. En vano buscaremos en los documentos que se poseen una dogmática, textos o costumbres de contemplación, de meditación, oraciones en el sentido que nosotros le damos. Ciertamente no existían sacerdotes tales como se conciben normalmente, que pasasen una iniciación particular y formaran una casta o incluso una profesión aparte. Por tanto, la religión de los vikingos parece reducirse al culto, a gestos significativos con una segunda intención muy utilitaria que responde al «doy para que me des», a costumbres o prácticas inmediatamente realizables. El momento central de esta religión es el sacrificio (blot), que puede ser público o privado.
Los muy antiguos escandinavos conocieron sin duda los sacrificios humanos. Pero eso nos lleva al principio de nuestra era, a la llamada Edad del Hierro en estas latitudes. Posteriormente, durante la época vikinga, nada de estas tradiciones parece subsistir en este grado. En cambio, el sacrificio de animales parece haber sido muy frecuente en sus prácticas. Constituía el primer momento del blot, siendo el segundo la consulta a los augures en esos pueblos tan atentos a las determinaciones del Destino y el tercero, el banquete sacrificial o blotveizla, en el curso del cual se consumía la carne del animal inmolado, realizándose libaciones destinadas a los antepasados, a los dioses y quizás también a las personalidades presentes.
Se hacían también juramentos constrictivos. No se excluye que se realizara cierto número de ritos mágicos, como el sejdr, que era un ritual de tipo adivinatorio, junto con el blot. Ese culto podía dar lugar a manifestaciones de tipo privado que no dejan de evocar, a un cristiano moderno, la veneración de los santos patrones. Al parecer, el vikingo escogía un «fulltrui», un protector (el término significa aquel en que se tiene plena confianza), con el que mantenía relaciones de tipo muy poco común en verdad, cuando se conoce esta cultura. Le llamaba su amigo querido (kaeri vinr) e incluso llevaba en su escarcela un amuleto de su imagen. La arqueología ha encontrado varios de ellos, que deben de representar a Frey, Odín y Thor especialmente.
Se tiene la impresión de que el vikingo, en los pequeños detalles de la vida cotidiana, mantenía relaciones de tipo personal y utilitario con el dios o los dioses que había decidido reverenciar, o que tenían derecho de ciudadanía dentro de su clan. Fuera de las grandes celebraciones de los solsticios, el vikingo no parece haber sido un hombre particularmente religioso. Tampoco que haya manejado un conjunto de concepciones de tipo abstracto con respecto a lo divino. Este hombre, pragmático, realista, no practicaba la oración, la meditación ni la mística. Estaba persuadido de la existencia de un más allá al que debía tener acceso.
Pero su religión se realizaba mediante actos: sacrificios, ofrendas, cuyo objetivo era reforzar el poder de lo divino para obtener de él los favores que esperaba. En eso consistía su fe. Se podría establecer una ecuación estricta entre creer y sacrificar. No se podría decir si, en su origen, la religión de los antiguos escandinavos parte del culto a los muertos o del de las grandes fuerzas naturales. A título de hipótesis, parece más acertado optar por la segunda de estas opciones, aunque en cualquier caso, las certezas no son admisibles.
Es posible también que al antropomorfización y la individualización de las deidades escandinavas o germánicas antiguas se hayan producido bastante pronto. Se ve ya en los grabados rupestres de la Edad del Broce escandinava (1500-400 a. C.) un gigante con lanza, un hombrecillo-verraco y un personaje con hacha o martillo que muy bien podrían ser los arquetipos o prototipos, respectivamente, de Odín, Frey y Thor. Una representación cómoda de este panteón, cuya existencia probable ya en la época vikinga y sin duda mucho antes atestiguan las Eddas, entre otros documentos, consiste en partir de un principio psicológico o fenomenológico. Todo lo que podemos saber de esas mentalidades, incita a considerar que privilegiaban el orden, la organización, cierto tipo de fuerza no brutal, pero resueltamente aplicada a poner orden en el caos. Dinamismo o culto a la acción reemplazarían ventajosamente a la fuerza.
Nada hay de estático, de paralizado, en este universo. Los dioses están perpetuamente en marcha, como Thor. No se encuentra tampoco un dios escondido, todo está claramente dicho y la magia busca mucho más la eficacia que la exploración de los arcanos. Si bien puede reinar un relativo fatalismo en algunas de estas criaturas divinas o semidivinas (los héroes especialmente), hay que hablar de fatalismo activo, caminando el héroe voluntariamente hacia un destino que conoce, no por resignación, sino porque sabe que ese destino es querido por las dises o las fuerzas de su sino. Por tanto, podría proponerse un principio de organización de tres variantes de ese complejo de ideas centradas en la noción de Fuerza útil: fuerza de la Ley, del derecho; fuerza del Verbo, de la ciencia bien poética bien mágica; y fuerza de la «producción», de la fertilidad o fecundidad. Esta especie de tripartición, que no se pretende autoritaria, tiene la particularidad de coincidir con la idea de «vikingo medio» que conocemos.
El «bondi» es jurista y vive en una comunidad regida por leyes cuyos garantes lejanos son los grandes antepasados de su familia. Es una especie de aristócrata, pues es en sus filas donde se elige a los jefes y, ocasionalmente, a los reyes, y debe por lo tanto ser capaz de presidir las grandes operaciones del culto, entregarse a ritos mágicos o, en cualquier caso, patrocinarlos. Y por último, es granjero, pescador, cazador, artesano, atento a los valores materiales que permiten sobrevivir a su «casa». Acumula pues en su persona las tres valencias propuestas.
Sería difícil hacer de él un partidario de un dios más que de otro, pues reúne en su persona la esencia misma del panteón, al que quizás reverenciaba. Esta religión tiende por completo a actos significativos, a un culto que podía ejercerse en los lugares elevados naturales, colinas, montones de piedras, bosques sagrados, fuentes, cascadas, praderas consagradas, etc. Pero no en templos propiamente dichos. Según el testimonio de principios del siglo XI del escalda Sigvat Thordason, con ocasión de un sacrificio o cualquier otra fiesta, la «skali» o pieza principal de la granja, se erigía para la circunstancia en «templo» y era el jefe de la familia quien se encargaba de la ejecución de los grandes ritos requeridos por el acontecimiento. En cierto sentido, se podía decir que el asiento elevado del susodicho jefe hacía las veces de «altar». De manera semejante, no se podría establecer que existieran, como pretende Adam de Bremen, ídolos de piedra o de madera: quizás, como máximo, gruesos postes de madera esculpida, pues los arqueólogos han encontrado algunos, pero ciertamente no hay razón para atribuir a los escandinavos, o incluso a los germanos en general, lo que corresponde a los celtas y eslavos. En cambio, el vikingo pudo venerar amuletos de metal, por ejemplo. Insistiendo en el carácter privado del culto que consagraba tal vez el vikingo a su dios: tener de forma permanente, en su escarcela, una estatuilla minúscula de su «koeri vinr» (querido amigo), Frey, Thor o bien Odin especialmente, o llevar colgada de una cadena, alrededor del cuello, una de esos numerosos bracteados grabados en runas con una palabra de connotaciones mágicas evidentes, surge eventualmente del culto en cuestión. Todo parece indicar que el vikingo dedicaba un culto de tipo completamente personal a una deidad de su elección. Lo dirigía, por tanto, a su «querido amigo» y, cuando la ocasión le urgía a ello, cuando estimaba que tenía una necesidad especial de su ayuda, lo invocaba, no en forma de oración sino de petición y le ofrecía un sacrificio a cambio de su favor. Sobre lo que fuera el «blot», que es la designación del sacrificio, se está aceptablemente informados, aunque nunca de forma global. Se puede decir que implicaba cierto número de momentos esenciales: inmolación de una víctima animal cuya sangre recogida en un recipiente especial, o hlautbolli (pila para la sangre), servía para la consulta de los augures, la cual era sin duda, el punto culminante y a la vez la razón de ser de toda la operación. Se sacrificaba para «tener noticias» (ganga til fretta) relativas a las próximas estaciones, o a la suerte de uno o varios de los asistentes, o también sobre la evolución futura de acontecimientos inquietantes como hambres, epidemias, etc. Lo que equivale a decir que un sacrificio era ante todo una acción adivinatoria y, por consiguiente, dependía más o menos de la magia. Luego se consumía la carne del animal inmolado. Esto se hacía en común, en un banquete o veizla. Es en el curso de ese banquete cuando se brindaba en honor de los dioses, de los grandes antepasados de la familia y del clan o de la comunidad reunida, a fin de establecer una comunión entre los dos reinos, o la continuidad de un mundo con el otro ya que, como sabemos, nada separa completamente un mundo del otro para ellos. Quedaba entonces, pero no se constata que el rito haya tomado parte obligatoriamente del conjunto, la prestación de juramentos difíciles de realizar, pero que dan testimonio de la vitalidad del culto así consagrado. Es claro que el «blot» es una ceremonia de tipo completamente colectivista y utilitario. En realidad trata de canalizar, incluso de forzar, la suerte, el destino, la buena fortuna. El destino rige el mundo del vikingo. Él lo sabe, lo cree. Su mitología le enseña, en la medida que haya tenido para él la coherencia que queremos hoy día darle, que incluso los dioses están sometidos a las decisiones de ese Poder que debemos escribir con mayúscula. Como cita un poema éddico, «nada sobrevive una noche a la sentencia de las Nornas».
Fuente: losvikingos.blogspot.com